Melinda Haynes dijo:

"Forget all the rules. Forget about being published. Write for yourself and celebrate writing".


Seguiré el consejo de Melinda Haynes.

18 de diciembre de 2009

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CAPÍTULO DOS. Tía Ana, el cuaderno y el fin de las vacaciones.

-Aún sigo sin creer que me dejarás abandonada con tía Ana en este sucio lugar por todo un año –dije enojada por undécima vez.
-No te dejaré abandonada. Nos mantendremos en contacto. Además, te lo advertí, Regina –y por undécima vez, la respuesta de mi madre-. Y este no es un sucio lugar. Solo está un poco alejado de la ciudad, pero de ahí ni sentirás la diferencia. A tu padre le encantaba venir aquí. La casa es muy bonita, y Ana dijo que había arreglado el cuarto de visitas lo mejor posible para que te sintieras cómoda.

“Muy amable de su parte”, pensé. Salí del carro y vi la casa que tenía en frente. Era grande, roja y blanca, hecha de madera, como un granero. La verdad es que era bonita, pero había un problema. Era una casa de granja, pero sin animales. Tenía una cerca alrededor. Parecía aislada del resto de las casas del lugar. A excepción de otra muy parecida, que a comparación con las otras residencias, la distancia que nos separaba era corta. Había un perro cerca la puerta de la casa. Mordía un hueso y parecía disfrutarlo. Me alejé de ese espantoso panorama de lo que sería mi hogar por todo un año y empecé a sacar mis maletas, cuando mi hermana comenzó a llorar. De nuevo. Ella no quería separarse de mí, y había pasado la mayor parte del tiempo rogando a mi madre que no me alejaran. Ni que fuéramos mejores amigas o algo así.

-Basta, Sofi, no llores. Regis no se va a quedar aquí para siempre. La trajimos por su bien, ya te lo expliqué. –dijo mamá cuando ya estaba frente a la puerta. Ahuyentó al perro y tocó el timbre.
-No, Sofía. Es imposible que por el bien de alguien envíen a esa persona a un lugar desierto –dije yo.
-No es ningún lugar desierto –oí a mi madre decir.
-¿Ves algún edificio, algún cine, algún supermercado? Es más, ¿ves a alguien por aquí? Porque yo no. Y estoy segura que Sofía tampoco.
-Pues entonces este lugar desierto te hará demasiado bien. Tu irrespeto ha superado el límite, y no puedo permitir que sigas siendo tan rebelde. Y aquí sí hay personas, Regina. Pero seguro tu egolatría no te permite ver más allá de tu espejo de mano –eso fue duro. No me lo esperaba para nada.
-¡Cecilia! ¡No las esperaba tan pronto! –gritó mi tía Ana cuando al fin abrió y se encontró con mamá. Ella es de mediana estatura y un poco bronceada. Llevaba un vestido rosa con florcitas celestes y verdes, y un delantal blanco. Tenía su cabello negro y rizado sujetado con una cola.
-¡Hola, Ana! –mucha alegría para un saludo entre cuñadas, ¿no?-. No sabíamos que te daríamos una sorpresa. Salimos a la hora que te dije.
-Está bien, está bien. Ahora pasen, pasen –mi tía tiene cierta tendencia a repetir dos veces las palabras-. ¿Y dónde está Reginita? -¿”Reginita”? ¡Por favor!
-Aquí estoy, tía An… -y no pude seguir porque un gran abrazo suyo me sepultó hasta hacerme callar.
-Oh, querida. Verás que te la pasarás muy bien. ¡Un poquito de estudio, un poquito de trabajo, montones de amigos!
-¿Amigos? ¿Dónde? –no pude detenerme, y mi comentario me costó un codazo de mi mamá.
-Por todas partes, y de la mejor clase –dijo. Obviamente no percibió mi sarcasmo. Gente ingenua de granja… aunque eso incluyera a mi propia familia.

Entramos a la casa luego de esta larga y un poco odiosa conversación. Olía a pan y hacía un poco de calor dentro.

Lo primero que se notaba al entrar, además del aroma y la temperatura, era una escalera de madera que se encontraba enfrente de la puerta principal. El piso (y casi todo en la casa) también era de este material, y me imaginé el sonido que producirían mis tacones si corría encima de él. Al lado derecho de la escalera había una salita, con tres sillones color ocre con muchos cojines encima, de un color azul oscuro. La mesa de centro no tenía nada especial. Había un gran mueble adornado y tenía en una de sus repisas una radio (¡que alivio!); cerca estaba una gran lámpara. También una mesita con algunos libros encima estaba ahí. Luego, al lado izquierdo de la escalera, estaba una cocina con paredes color azul, cortinas blancas y un comedor con 4 sillas. Una gran ventana iluminaba esa área de la casa. Nos dirigimos hacia ella, según las indicaciones de la tía. Dijo que nos había preparado sopa de pato. No quise ni imaginarme que el pato provenía de uno de esos corrales de allá afuera. Mamá y Sofía disfrutaron mucho de la sopa. Claro, como no tendrían que comerla todos los días a partir de este, no había nada de qué quejarse.

Luego de mi tía nos mostró el resto de la casa, o sea, el piso de arriba. Ya habíamos estado ahí años antes, por supuesto, pero pensaba que esto era algo así como ir a ver una casa modelo que se estaba a punto de comprar. Al subir la escalera de doce peldaños, habían cuatro cuartos. Uno enfrente, uno a la izquierda y dos a la derecha. El de enfrente era de mi tía, grande y fresco. Una cama de matrimonio enorme era el centro de aquel dormitorio. Tenía un edredón verde musgo. A ambos lados de ella había dos mesitas de noche con dos lamparitas amarillas. Un gran armario con un televisor era lo que había frente a ellas, y una ventana detrás de la cama. El cuarto de la izquierda era el que sería mío desde entonces. No tan grande, no tan fresco. Una cama tamaño medio con una sábana amarilla estaba al lado derecho. Al otro lado había una ventana con cortinas verdes, y una mesita de noche con una lamparita no tan bonita como las que adornaban el cuarto de mi tía estaba en el centro. El clóset, y nada más. No había rastro de tecnología, ni siquiera un teléfono, como en mi cuarto de la ciudad, que además de teléfono tenía televisión, computadora y aparatos de música.

Los otros cuartos resultaron ser un baño y, el otro, no ser un cuarto, sino una puerta que daba a otras escaleras, esta de cinco peldaños, que llevaban al ático. El baño era blanco (casi amarillo de la antigüedad), sin nada especial, y, para continuar con los horrores, lo tendría que compartir con mi tía. El ático estaba lleno de cosas más viejas aún que el baño, guardadas en muchísimas cajas. Terminamos de ver la casa y bajamos a la sala.

-Entonces, Regis –“Regina”, pensé para mis adentros. No “Regis” ni nada de eso para mi tía cómplice de esta tortura-. ¿Qué dices? ¿Te gustó?
-Sí, creo que sí –en realidad, no, pero debía ser cortés por el bien de mis costillas, que no querían recibir más codazos.
-¡Qué bien! –dijo emocionada.
-Ana, en verdad te lo agradezco muchísimo. Si necesitas algo no dudes en llamarme y, bueno, mucha suerte –dijo mamá.
-¿Ya nos vamos? ¿Tan pronto? –preguntó Sofía, y comenzó a llorar.
-Sí, Sofi. Pero regresaremos pronto, ¿está bien?
-No te preocupes, mamá. Resistiré –dije fríamente.
-No lo dudo –suspiró mi madre luego de mirarme un momento-. Cuídate, Regina.
Nos dimos un abrazo y lo típico de las despedidas. No esperé que salieran por la puerta, sino que subí inmediatamente a mi nueva habitación.



La cama era muy cómoda. Estaba acostada en ella mirando hacia el techo, que estaba muy limpio. Me puse a pensar. Tal vez, sólo tal vez, sí podría sobrevivir tanto tiempo viviendo en la granja. Es cierto que no me divertiría, y que no tendría amigos, y tal vez las tardes serían muy solitarias. Pero aún así, sí podría beneficiarme…

Definitivamente me había vuelto loca. ¿Cómo podría beneficiarme estando alejada de todo lo que quiero durante un año entero? Era imposible.

Decidí levantarme de la cama y comencé a desempacar.

Era increíble cómo hace tan solo una semana me encontraba en el centro comercial con mi grupo de amigos. Noviembre había terminado y el colegio estaba cada vez más cerca. Por supuesto no asistiría al de siempre, en la ciudad. Iría a uno de por aquí, según me dijo mi madre. Mis amigos estaban impactados con todo lo que estaba pasando. De un día para otro todo cambió, y solo tuve pocos días para despedirme. Aunque no fue una despedida como lo planeé, ya que parte del castigo era no salir a ninguna parte en los días anteriores a mi mudanza. Recuerdo mi preocupación sobre qué empacar, pero tras analizar que estaría todo un año lejos, lo mejor sería llevarme todo. Y todo era muchísimo. Mi madre insistió en que no era necesario llevar tacones o veinte bolsos, pero para mí era indispensable. No porque me mudaba iba a parecer una granjera cualquiera. Todo estaba resultando muy difícil, pero no iba a mostrar debilidad.

Luego de unas tres horas de desempacar (tenía que organizar muy bien mis distintos accesorios y prendas), comencé a preguntarme dónde se habría metido mi tía Ana. La casa no era como la recordaba. La última vez que había estado ahí tenía como cinco años. Tía Ana se encargaba de ir a visitarnos, y decía que no le molestaba que nosotros no hiciéramos lo mismo. Entre los cambios estabas los muebles, que habían sido cambiados de lugar, y las paredes pintadas. De seguro para que mi tía pudiera olvidar a mi tío Luis. Ella y él se divorciaron hace siete años. Tenían “muchos problemas”. Y dicen que los niños dan malas excusas para sus actos, ¿verdad?

Llegué al primer piso de la casa, buscando a mi tía.
-Tía Ana… Tu sobrina está aquí, ¿recuerdas?
-Por supuesto, querida –se oyó desde la cocina-. Pero pensé que querrías tener un tiempo a solas. ¿Y por qué no dejamos lo de “tía” y “sobrina” a un lado? Yo seré Ana y tú serás Regina. ¿No crees que sería mejor así?
-Supongo… -respondí.
-¿Qué quieres para cenar? Podemos salir a un pequeño restaurante cercano o, si prefieres, preparo algo.
Apenas habíamos almorzado y “Ana” ya estaba pensando qué íbamos a cenar.
-¿Sabes, ti… Ana? Creo que saldré a respirar un poco de aire antes.
-De acuerdo, como quieras.

Estar afuera era tan bonito como estar adentro. O sea, para nada bonito. Seguro entenderán mi lenguaje irónico y sarcástico, ¿verdad? Caminé un rato alrededor de la casa. Los animales estaban muy bien encerrados, así que no había que temer. Solo el perro, que hasta ese momento me di cuenta que era un Golden retriever (típico de las solteronas), andaba suelto por ahí. Pero como la casa estaba cercada no había nada que temer.

-Hola, pequeño. ¿Cómo te llamas?
-JellyYogurt –oí que alguien dijo. Casi me da un infarto, pues por un momento pensé que había sido el mismo perro. Volteé hacia la dirección donde provenía la voz. Una niñita de unos ocho o nueve años me observaba al otro lado de la cerca. Calculé que medía como 1.40. Su pelo era castaño oscuro, casi llegando a negro. Era liso y largo. Ella era muy pálida y tenía unos ojos negros que brillaban aun viéndolos desde lejos.
-¿Y tú eres? –no pude evitar responder. Puedo soportar un poco a los perros, pero jamás he entendido a los niños. Son como moscas molestas para mí.
-Mi nombre es Isabela. Casi todos me llaman Isa, pero mi hermano me dice…
-Escucha, linda, no quisiera interrumpir pero me conformo con saber que te llamas Isabela. ¿Este perro es tuyo?
-No. Es de Ana, mi vecina. Tú debes de ser su sobrina, ella me ha hablado de ti. Te llamas Regina, ¿verdad?
Asentí.
-Pues bienvenida al mejor lugar en el planeta tierra, Regina.

Esta niña estaba cansándome con su optimismo. Me levanté, dejando a “JellyYogurt” libre y, sin decirle nada más a Isabela, me entré a la casa.

Qué fastidio. Estar adentro era insoportable, y ahora no podía estar con el perro por esa odiosa niña que tenía por vecina. Un año aquí iba a ser peor de lo que imaginé.

-Tía –se me olvidó el acuerdo de confianza al que habíamos llegado-. ¿Tu perro se llama “JellyYogurt”?

Mi tía seguí en la cocina. Ordenando y haciendo cosas de cocina, me imaginé. Como quedaba tan cerca de la sala, pude pasearme por los muebles y todavía seguir escuchándola.

-¿Jelly…? Ah. Sí, sí. La pequeña Isabela lo bautizó con ese nombre cuando lo traje hace dos años.
-¿Cómo se le ocurrió llamarlo así?
-No tengo idea. De seguro lo escuchó en un comercial de televisión. Yo le digo J.Y. –le tomó un minuto continuar con la conversación-. Parece que ya conoces a Isabela, pues no preguntaste quién es.
-Créeme, aun si no la hubiera conocido no te hubiera preguntado quién es. Detesto a los niños –murmuré.
-Claro –fue lo último que dijo mi tía. Al parecer ya no quería hablar. Aproveché esos momentos de silencio para inspeccionar los libros que ya había visto en una mesita. Ni me molesté en leer la descripción. Eran puros libros de ancianos.

El primer piso no tenía absolutamente nada de interesante. Es cierto que era amplio, lo que evitaba que todo estuviera apretujado. La sala, el pequeño comedor y la cocina, y un baño de visitas que no había visto (mejor dicho recordado) hasta entonces, era lo único en el primer piso. Estaba bien decorado y adornado, pero no evitaba que fuera lo único. Subí, pues no había nada más que hacer ahí. Pero ni que arriba hubiera más diversión. Dos cuartos, un baño y un ático. Fantástico. Como no tenía nada que hacer en los cuartos y mucho menos en el baño, subí las gradas que llevaban al cuartito de arriba. De acuerdo. ¿Cuartito? El ático era grande. No enorme, pero sí tenía más espacio del que se notaba al solo mirarlo de pasada. El problema es que estaba sucio, lleno de polvo y, como ya había dicho antes, todo empacado en cajas. Tuve miedo al pensar que tal vez había insectos por ahí. Pero me atreví a entrar por completo en vez de apagar la luz y largarme a hacer nada otra vez.

Libros, cuadros y hasta cojines rotos estaban en las cajas. Pero por más que buscara no había nada que me interesara, hasta que encontré un cuaderno. Tenía una portada muy elegante, y parecía ser un diario o un libro de dibujo. Al abrirlo me quedé callada.

Este cuaderno pertenece a Rodolfo Orellana”, rezaba una etiqueta en la primera página. Así que el libro era de mi padre. No sabía si hojearlo o no, la emoción me invadía todo el cuerpo, nublándome la mente también. Pero cuando comencé a verlo, no pude parar. Estaba lleno de pensamientos inteligentes, dibujos e ideas. También tenía algunos poemas y citas de personajes importantes. El libro que tenía en mis manos era una fuente de saber, y una reliquia familiar. ¿Por qué estaba abandonado en el ático, entonces? Me molestó pensar que mi tía había sido capaz de algo así. Apagué la luz del ático y bajé a mi habitación.

Estuve encerrada, recostada en mi cama, observando el cuaderno de mi padre durante dos horas. Mi tía me sacó de mi ensimismamiento para llamarme a cenar. Hasta ese momento no me di cuenta que tenía muchísima hambre. No dejé el cuaderno ni para bajar, y al llegar al comedor me senté en una de las sillas vacías.

-Preparé huevos, frijoles y salchichas para cenar, Regina. Ya no me dijiste si querías salir, pero te aseguro que esto está delicioso. Hay pan y queso frescos, también un refrescante jugo de naranja.
-Gracias, tía, o Ana, como sea.
-¿Qué tienes ahí? –señaló el cuaderno de escritos.
-Lo encontré en el ático. Al parecer lo dejaste olvidado, como si no te importara.
-¿Cómo si no me importara? Ese cuaderno pertenecía a mi hermano. ¿Cómo no me va a importar? –se defendió.
-Estaba empolvado, en una caja que de seguro ni sabes cuál de todas es –respondí enojada.
-No sabes lo que hablas, Regina. Este cuaderno –dijo señalándolo de nuevo-, se encontraba guardado en la segunda caja a la derecha al entrar al ático.
-Muy bien, sabes en dónde estaba. Sigo sin entender porque lo dejaste ahí tanto tiempo.
-Querrías que lo tuviera en un mostrador de la sala, ¿no? –preguntó, fuera sarcasmo. Ahora parecía más una explicación maternal. Como he dicho antes, qué fastidio-. Debes entender que esto era algo así como un diario para tu padre. No lleno de secretos, pero sí personal. Y lo tuvo oculto aun de adulto. Eso significa que no querría que todo el mundo supiera de su existencia.

Esa excusa me parecía inválida. Quedé observándola indignada y, como hago todo el tiempo, dejé de hablar y continué con lo que estaba haciendo.

Al terminar de cenar subí a mi cuarto a hacer lo que estaba haciendo hace poco. Me dormí con el libro entre mis brazos.



Los días fueron pasando y el resto de mis vacaciones se volvía cada vez más estresante. Solo podía comunicarme con la gente normal a través de mi celular, ya que ni siquiera había un modelo viejo de computadora en la casa. No sabía cómo lo estaba resistiendo. Los días eran interminables, pues solo pensaba en todas las fiestas y cosas divertidas que podrían estar haciendo mis amigos en ese momento. Lentamente pasó navidad y año nuevo, con visitas de mi madre y mi hermana, y luego enero. Y con enero la compra de libros, útiles y, en mi caso, accesorios para estrenar en el colegio. Aun no sabía cómo era el colegio al que asistiría, solo sabía que se llamaba Arena Blanca. Casi todos los chicos que vivían cerca de aquí asistían al mismo instituto, o sea que serían mis compañeros.

Yo no era vecina directa de ninguno de ellos, a excepción de la “pequeña Isabela”, que creo que tenía un hermano mayor. Los demás vivían algo regados en otras calles, calles que estaban un poco alejadas de mi casa. A tres minutos, exactamente. Había colonias, avenidas y pequeñas y medianas tiendas. Era como una ciudad en miniatura. Por supuesto, menos lujosa. Hasta después entendí que era un pueblo, no un desierto con gente nómada o algo así viviendo en él. El pueblo se llamaba Santa Cecilia. Es muy común encontrar pueblos con nombres de santos.

¡Santa Cecilia era tan aburrido! Aunque la gente no se miraba inculta o vestida en harapos, no hacían nada para entretenerse. Bueno, además de lo típico en un pueblo. Pero yo quería diversión de verdad. Salir, ir a fiestas y pasarla lo mejor que puedes. Me imaginé que también había fiestas por ahí, pero seguía sin conocer a nadie. Igual no era que me interesara divertirme con esta gente.

Y llegó el primer día de clases.

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